Estos días siento que viajo en un tren. Sentado al lado de la ventanilla veo pasar imágenes y más imágenes a gran velocidad. Las que se repiten con mayor frecuencia son las de los niños de la pelota azul y de la niña con la camiseta (playera) rota. Antes y después, otras; pero estas siempre vuelven.
Aquellos dos niños de corta edad con la pelota azul casi me hacen detener, no por un momento, sino para dar vuelta, porque, de repente, todo carecía de sentido. ¡Y aquella niña de la camiseta rota…! Ella me conmovió.
Los niños de la pelota azul
Íbamos en la ruta, para el caso no importa por dónde. Atravesábamos una aldea de montaña durante uno de esos recorridos para bicicleta todoterreno que realizamos en Guatemala en la primera quincena de octubre.
La mañana tuvo un despertar sereno ese día, supongo que como casi todas; casas humildes, niños curiosos, mayores en sus tareas, algunos perros deambulando sin prisa… escenas cotidianas. Y de repente, fugazmente, desde la palangana de la pickup -íbamos rápido, era difícil seguir al ciclista (Brandán Márquez) por aquellas pistas cuesta abajo e incluso en el llano-, vi dos niños de corta edad, supuestamente hermanos, en el patio de tierra de una humilde casita, jugando con una pelota azul, abstraídos de todo, también del vehículo que pasaba por delante de su puerta, a pesar que no era tan habitual.
Expresión de máxima felicidad
Aquellos niños –supuse yo- eran la expresión máxima de la felicidad en aquel momento. Por un instante, creí que lo mejor sería desistir, no continuar con el viaje, porque habíamos encontrado el lugar de la felicidad completa. ¡Qué podríamos aportar nosotros! Lo más consecuente sería irnos sin hacer ruido, evitando despertarlos de su disfrute.
Es gratificante -y no deja de sorprender- el percibir que la felicidad puede llegar a cualquier lugar, al más remoto, al más humilde. Lo difícil es aventurar la duración de esa especie de trance gozoso. No sé si puede durar una infancia, toda una vida o si se acaba cuando el estómago empieza a sentir hambre y no hay para llenarlo, cuando el cuerpo siente frío y no se dispone de lo necesario para cubrirlo…
Tengo claro que, cuando vamos a lugares como esos, debemos ser muy cuidadosos para no alterar -en nombre del progreso y de unas mejores condiciones de vida (supuestamente, las nuestras)-, la natural idiosincrasia de ese entorno capaz de producir cierta magia.
Sería un gran avance el poder rebajar las aristas de las condiciones de vida rigurosas que se dan en esas zonas -propiciadas por una economía de mera subsistencia para muchas familias- y, al mismo tiempo, conseguir preservar ese «clima» en el que los niños son capaces de encontrar momentos de dicha tan intensos como en cualquier otro lugar del planeta y, a veces, más.
Lugares con un gran tesoro para ofrecer a los visitantes
Esos soplos de paz y sosiego, tal vez magia, que guardan para los suyos estos lugares, pueden ofrecérselos igualmente a los visitantes, los cuales a veces los aprecían como el tesoro que se ha perdido y que al cabo del tiempo, cuando habían abandonado toda esperanza, reencuentran.
De ahí nuestro proyecto de rutas para el turismo activo. Una fórmula que pueda mejorar la economía sin alterar el ambiente plácido, casí mágico, de estos pueblos de montaña.
La niña de la camiseta rota
Continuaba la ruta, o tal vez era ya otra distinta uno o dos días después. Sé que yo permanecía en la palangana (caja) del pickup. Prefería viajar en ese lugar del vehículo porque me permitía apreciar mejor el entorno y valorar el modo en que se desplazan los habitantes de la zona, cuando tienen el privilegio de trasladarse en automóvil. A no ser cuesta arriba, incluso en el llano íbamos rápido, demasiado para lo que habría sido mi deseo, pero debíamos ajustarnos a unos horarios.
De repente, adelanto la mirada por un lateral de la cabina del automóvil y veo caminar por la orilla de la pista de terracería (tierra), en nuestra misma dirección, a una niña delgada –de entre seis y ocho años, calculo- con una cesta en la cabeza, algo muy habitual. Llevaba puesta una camiseta de tirantes, que algún día debió de ser blanca, con una agujero por detrás más grande que su espalda.
Cuando quise reaccionar, ya la habíamos perdido de vista. Cuando recordé que en la maleta llevábamos algunas camisetas (playeras) ya era tarde. Lamento mi falta de reflejos para decirle al conductor que detuviese el vehículo, aunque en ese momento tampoco me di cuenta de que iban algunas prendas de vestir en la maleta, tal vez dos o tres tallas más grandes. Eso no lo sé ni era tampoco lo sustancial. Su imagen la tengo muy presente y el recuerdo me causa perturbación.
Pelota azul y espalda morena de la niña a través del agujero de su camiseta
Siento que viajo en un tren. Veo rodar la pelota azul y la espalda morena de una niña a través de un agujero muy grande en su camiseta. Son elementos repetitivos del paisaje.
Entre medias, el niño camina bajo de un haz de leña o maíz -no es que lo vea mucho a él, más bien lo adivino por sus piernitas-; la niña carga una cesta, un grupo de unas diez personas caminan perfectamente alineas una detrás de otra por la orilla de la pista: delante y detrás, las personas mayores y, en medido, niños, algunos de ellos de no más de tres años.
Tienen en común que todos los miembros del grupo cargan un haz de leña en la cabeza, de mayor o menor tamaño; pero todos, incluso, los más pequeños, portaban uno, aunque fuese con un par de leños pequeños, proporcionales a su excasa fuerza.
Eso entre nosotros sería muy criticable. Para ellos, que no tienen una vida fácil, es una forma de decir que todo el mundo debe hacer un aporte a la comunidad.
Una mujer joven se asoma a la puerta de su chabola con un bebé en brazos al oir que sus otros cuatro hijos hablan con nosotros, que hemos detenido el coche (carro) delante de la vivienda. Dejamos unas galletas que se comerán en unos bocados. Quiero consolarme pensando que se les quitará el hambre un rato y que, si tienen una pelota azul, tal vez puedan ser muy felices durante un instante de aquella tarde.
La generosidad de compartir lo que se tiene
Aquella otra familia no sabía cómo agradecernos que la hubiésemos recogido y trasladado en el pickup y nos regaló plátanos (o bananos, que no distinto bien, pero muy ricos), los cuales, seguramente, eran para vender. Nos costaba aceptarlos, pero cómo rechazarlos ante su insistencia. Intentamos compensarla de alguna manera, pero su gesto de generosidad fue inmensamente mayor.
Es reconfortante comprobar como la felicidad y la generosidad se pueden dar, en grandes cantidades, también donde aparentemente no hay nada o casi nada, porque no es una cuestión de cálculo o medida.