En los confines de las aldeas del Carmen y de Los Albores (San Agustín Acasaguastlán), después de un azaroso recorrido en el que habíamos tenido que colaborar en la limpieza del camino de ramas y troncos que nos cerraban el paso, hicimos un alto en la casa de don Carlos Méndez. Era el comienzo de la aventura fascinante de la subida a la Peña del Ángel, en pleno corazón de la Sierra de las Minas.
En esta segunda y penúltima parte hago referencia a la subida en su tramo final y al viaje de regreso de esta experiencia que difícilmente olvidaremos.
A punto de entrar en la zona virgen
De su vivienda para arriba prácticamente ya nos adentrábamos en la zona virgen de la Sierra de las Minas, en el área protegida como Reserva de la Biosfera. Aquel parecía un territorio de paz, por eso nos sorprendió más el relato de su vida que nos contó y que reflejamos en el artículo José Carlos Méndez, defensor “a muerte” de la Sierra de las Minas y “Caballero Quetzal”.
Para presentarme en casa de nuestro anfitrión me quité la camiseta (playera, dicen en Guatemala) completamente empapada en agua y barro en las acciones de limpieza del camino y me puse el chubasquero que llevaba en la mochila. El contacto directo de la piel con el chubasquero no es de lo más agradable, pero no llevaba otra cosa.
Senda forestal
Había previsto que podría necesitar algo de abrigo, porque la meteorología en la montaña es muy inestable y cambiante; pero una playera y un chubasquero me pareció suficiente. Tuve luego la idea de que si la pasaba por agua, mientras subíamos, se podría secar y arriba me la volvería a vestir. Pero el ambiente estaba muy húmedo y decidí dejarla a secar abajo y recogerla seca al regreso.
Subimos al carro (coche) ahora ya con la expedición al completo, los 13 miembros. Pronto la pista se adentró en el bosque. Su aspecto ya era otro, porque dejaba de ser vía de comunicación para los vecinos de las comunidades de la ladera del monte. De allí para arriba ya no había zonas habitadas.
Pinos y robles se elevaron sobre nuestras cabezas, tapándonos en cielo, que solo podíamos ver por los resquicios que quedaban entre los árboles.
Talanqueras
Pasamos unas cuantas talanqueras, unas cancelas o vallas de madera y alambre que se sitúan en el camino para que los animales no tomen la pista y bajen fuera de su hábitat. Por eso había que pararse a abrirlas y a cerrarlas.
El carro dijo: «hasta aquí llego«
El carro (coche) empezaba a tener dificultades en determinados tramos, especialmente en aquellos de firme arcilloso que las lluvias habían reblandecido. Superamos uno, dos… pero en el tercero el carro dijo basta. Las ruedas giraban en la arcilla, sin posibilidad de agarre. Lo intentamos unas cuantas veces de distintas formas, pero fue imposible. Y de no detenerse allí, se habría quedado unos metros más arriba.
Subir andando antes de lo previsto
Tocaba subir andando bastante antes de lo previsto. Cargamos mochilas con la comida y lo imprescindible y empezamos a caminar cuesta arriba. Un tramo, una curva, otro tramo, otra curva y cada pendiente tan fuerte o más que la anterior.
A mí me gusta andar. El ritmo no era rápido. Íbamos esperando unos por los otros. De vez en cuando, surgía la pregunta de cuánto queda. Nadie sabía precisar ni en kilómetros ni en tiempo. “Dos horas y media, tal vez; en kilómetros es más difícil decir”, fue una de las respuestas. Dos horas y media por aquella pared era bastante.
Primeras dificultades
Dos chicas empezaron a encontrarse en dificultades. Hablaron de no seguir y de esperar allí a nuestro regreso. Una opción también poco atractiva, pero mirando que la subida no se acababa nunca, parecía razonable. Sin embargo, decidieron continuar, tal vez por no quedarse solas, tal vez por la ilusión de llegar a la Peña del Ángel. Me pareció admirable su determinación porque parecían bastante fatigadas.
Ellas tenían la Peña del Ángel relativamente cerca de casa. A diferencia de lo que me sucedía a mí, posiblemente podrían intentarlo en otra ocasión, en primavera o verano, cuando el carro es capaz de subir prácticamente hasta la zona de las cabañas, una especie de refugio de montaña. Pero le echaron valor y decidieron continuar.
Cartel de Reserva de la Biosfera
Les aligeramos la carga en lo posible y de nuevo nos pusimos en marcha. Todos queríamos llegar a la Peña del Ángel. Primero tendríamos que alcanzar el cartel de Reserva de la Biosfera y “desde ahí ya está cerca”, nos decían. Yo no tenía excesivo calor, pero el chubasquero me hacía sudar más de lo habitual. No era la prenda más adecuada así pegada directamente a la piel.
Volvía la pregunta: “¿Cuánto falta?”. Ya nadie se atrevía a darnos una estimación. “3 minutos”, repetía alguno. Luego me enteré que eso de 3 minutos se dice mucho en Guatemala cuándo no se tiene idea del tiempo que te puede llevar realizar o alcanzar un objetivo.
En el camino, por momentos, nos íbamos agrupando por compañeros de viaje, según el ritmo de cada cual.
Wilder Oliva
Durante un tiempo caminé a la par de Wilder Oliva, hijo del don Fredy Oliva e ingeniero agrónomo. La familia posee una extensa plantación de café en la aldea de Los Albores.
Me fue comentando lo importante que es incrementar la productividad hoy en día, porque “de lo contrario los costes de producción se ponen por encima del precio de venta del producto”, decía. Me habló de las técnicas que se están usando en las plantaciones tecnológicamente más desarrolladas.
Le hice la observación de lo difícil que parecía introducir maquinaria en el terreno escarpado de la Sierra de las Minas, algo que podría abaratar costes, y me corroboró que ese era uno de los grandes obstáculos a los que se enfrentaban. No obstante, uno de los grandes atributos del café de Guatemala es su calidad. En eso si compite en cualquier mercado.
Edgar Benjamín Méndez
Edgar Benjamín Méndez, hijo de don José Carlos Méndez y también ingeniero agrónomo, parecía disfrutar especialmente en el bosque. Lo conocía muy bien, con sus extravíos (o atajos). De alguna manera, daba la impresión de que era su hábitat también, como el del quetzal o el del pavo de cacho.
Él, por su parte, me fue contando sobre el cambio de la vegetación en el monte según la altitud. “A partir de los 1500 metros, algunas especies desaparecen. Hasta 2400 metros podemos encontrarnos pinos y ciprés, principalmente; y por encima de esa altitud, roble y pinabete”, me explicaba.
Po lo que respecta a las talas: “en el área protegida, de 1500 metros para arriba, no está permitida. Y de esa altitud para abajo, se puede realizar siempre que se cuente con los permisos correspondientes”, me aclaró.
Parada a comer
Por fin, apareció el famoso cartel. Por momentos, pensamos que tal vez alguien lo habría robado. Bajo él nos paramos a comer. No sé el tiempo que nos detuvimos. Posiblemente unos 40 minutos o más. Yo me encontraba bien, de hecho ni me senté a comer. Permanecí todo el tiempo de pie.
Recogimos todo, metimos los desperdicios en unas bolsas de plástico –los nuestros e incluso algunos otros que no eran nuestros- y las dejamos allí atadas para retirarlas al bajar.
Calambres en las piernas
En el momento de ponernos en marcha, sentí que las piernas empezaban a temblarme. Era algo que no recordaba que me hubiese sucedido en mucho tiempo. Me senté, las froté y algo se me aliviaron; pero cuando fui a hacer un poco de fuerza para superar un desnivel, sentí un pinchazo. Eran calambres, seguramente producto de la deshidratación y del enfriamiento del músculo.
En mi cabeza, vi las ruedas del carro dando vueltas en la arcilla sin capacidad de agarre. Vi el carro detenido en el camino sin poder avanzar. Vi lejos la Peña del Ángel.
Si me daba un tirón, difícilmente podría subir. Bebí un poco más y empecé a pisar con tiento. Los músculos se fueron calentando, pero tenía que caminar con la precaución de no hacer gestos bruscos o dar amplias zancadas. Lo que fuese, pero debía llegar a la Peña del Ángel.
Abandonamos la pista forestal
No sé cuánto más caminamos, aunque si recuerdo que en un determinado momento tuvimos que abandonar la pista forestal y tomar una senda a la izquierda, además cuesta abajo. No sé si realmente la Peña del Ángel vino a nuestro encuentro o si es cierto que nosotros caminamos hasta ella, pero al final la encontramos.
Faltaba por subir aquella mole pétrea, que impresiona bastante. Incluso hay un tirante de acero para poder agarrarse y escalar con mayor seguridad. Según cuentan, esa es una de las dos alas del ángel (teóricamente la derecha y la más alta), porque su cuerpo –un tercer bloque pétreo en el centro- se desprendió hace tiempo y calló al impresionante vacío, hundiéndose en la vegetación.
Regreso
En este artículo, abordaremos la experiencia de la subida y la bajada, con inicio y final en San Agustín Acasaguastlán, y en un tercero y último nos detendremos en la estancia en la Peña del Ángel.
Del regreso me preocupaban los calambres, pero cuando empecé a descender comprobé con gran alivio que no se me reproducían las molestias de la subida. Era otro grupo de músculos el que trabajaba y no tenía problemas. Solo cuando había que afrontar una subida notaba algo, pero una vez alcanzada de nuevo la pista forestal, todo el terreno era ya cuesta abajo.
Renunciamos a subir un poco más hasta las cabañas porque se hacía tarde y la noche se nos echaba encima. El viaje parecía que, en cuanto a exigencia, había finalizado. Contemplábamos la bajada como un trámite, especialmente una vez llegados al punto donde habíamos dejado el carro (coche).
Recogemos las bolsas de la basura
Fuimos descendiendo. Yo ya sin problemas. Las piernas volvían a responder perfectamente. No nos olvidamos de las bolsas con la basura que habíamos dejado atadas al pie del cartel. Parece una cuestión menor, pero es muy importante. No hay nada más decepcionante que viajar a un lugar virgen como ese u otro parecido y encontrarnos con desperdicios en el suelo.
Dicen que al Everest ya se puede subir sin guía, que basta con seguir el rastro de la basura. Lamentable y muy decepcionante.
En la palangana del picot
En la subida había viajado en la cabina del carro, pero en la bajada decidí hacerlo en la palangana, “la zona de carga”. Había visto a mucha gente descender de las aldeas en esa parte del vehículo y quería experimentar esa sensación.
Una de mis experiencias más entrañables en este viaje a Guatemala fue la de desplazarme en los microbuses de línea regular. El contacto con la gente, compartir sus apreturas y las altas temperaturas dentro de aquellos pequeños autobuses me acercó más a la realidad de los pueblos del Motagua. Algo necesario para el proyecto que Social Ciclismo Fan Manager quiere abordar próximamente.
Allí nos fuimos acomodando todos, sentados de un lado y del otro y estirando las piernas como podíamos, entre las de los compañeros de enfrente. Apenas habíamos arrancado, cayó la noche y, con ella, llegó un fuerte aguacero que nos acompañó prácticamente hasta la entrada de la aldea de Puerta de Golpe.
Temporal de lluvia
Cada cual se resguardó como pudo de aquel auténtico temporal de lluvia. Al llegar a la aldea del Carmen, tenía la opción de subir a la cabina, pero quise seguir en la palangana. Dos jóvenes entraron en el espacio cubierto del vehículo y quedaba más hueco en la parte de atrás. La playera que había dejado a secar estaba empapada y no me la pude vestir.
En un primer momento, pensé que se trataría de un chaparrón pasajero. Pero la lluvia arreciaba cada vez con más fuerza, acompañada del frescor de la montaña. Volví a notar que llevaba puesto el chubasquero.
A pesar de la capucha, el agua conseguía filtrarse de cuando en cuando y corría fría por mi cuerpo. O el chubasquero frío se me pegaba a la piel. La sensación no era agradable, pero al mismo tiempo quería afrontar el reto de aquella experiencia.
Ahora, con más espacio, unos chicos y chicas viajaban de pie en la palangana, detrás de la cabina, mirando al frente y apretados entre sí para darse protección unos a otros y guardarse en lo posible del agua. Otros nos protegíamos tratando de ofrecer la menor superficie posible a la lluvia.
Riesgo de enfermar
Por un momento lo vi hasta divertido, porque era una situación que de ningún modo me había podido imaginar: yo en medio de una tormenta en un espacio virgen de Centroamérica. Pero la situación se prolongaba mucho más de lo previsto.
El cuerpo empezaba a enfriarse y me preocupaba especialmente caer enfermo. Eso es algo que a nadie le gusta, pero estando en un país extranjero –por más afinidad que sienta por Guatemala- la situación se complica.
Tenía claro que no podía enfriarme. Para ello no bastaba protegerse del agua, lo cual era prácticamente imposible. Había que seguir ejercitando los músculos: tensando, relajando, tensando, relajando… Recordaba el caso del alpinista que se salvó después de perderse en la montaña nevada porque consiguió mantenerse caminando en círculo todo el tiempo hasta que llegaron a rescatarlo.
Amaina la tormenta
Cuando la lluvia al fin amainó, me senté en la balda trasera del picot. Ahí pude hacer más fuerza, enérgicamente asido con las dos manos, bien para sujetarme bien para mantener el tono muscular. Descubrí que de no acompasar adecuadamente el movimiento del vehículo con el del cuerpo, un bache puede generar buenos golpes en el trasero. Una vez me pilló despistado y, por la cuenta que me tuvo, aprendí para el resto del viaje.
Finalmente escampó –estábamos llegando a Puerta de Golpe- y el aire empezó a llegar cada vez más caliente a medida que nos acercábamos a San Agustín Acasaguastlán. Nunca pensé que iba a agradecer tanto el calor habitual de esta localidad. Eso y la velocidad del vehículo generaban una brisa calidad que nos fue secando prácticamente por completo en muy poco tiempo. La sensación empezaba a ser muy agradable.
Cuando llegamos a San Agustín, yo estaba prácticamente seco. La lluvia me había lavado el grueso del barro del pantalón y de los tenis. El chubasquero no me causaba malas sensaciones, estaba seco, y los pies los tenía mojados, pero calientes.
Como un sueño
La sensación era extraña, como de no haber sucedido nada. No sé el resto de la expedición, pero yo me encontraba bien, diría que muy bien. Los trabajos de limpieza del camino, la larga caminata monte arriba, el temporal de lluvia… todo parecía muy lejano, como si solo hubiese ocurrido en sueños o como si me hubiesen dado fuerza las alas del ángel. No obstante, me quedaba grabado para siempre el recuerdo de una fantástica experiencia.
Era tarde para tomar un autobús a Guastatoya, por lo que llamé al amigo Noko (Álvaro Orellana) que me vino a buscar. Paramos a cenar en Pollo Campero, en Las Champas, como si nada. Yo intenté contarle lo que había vivido, pero es difícil explicarlo. Hay cosas que solo se pueden sentir.
Estoy seguro de que en algunos de mis compañeros y compañeras esta visita a la Peña del Ángel, en el corazón de la Sierra de las Minas, dejó una impresión aún más intensa que en mí, pero la saben ellos y ellas.
En este último artículo el relato de la estancia en la Peña del Ángel: las alas del mundo.