El huerto terapéutico es alimento para el alma y vigor para el cuerpo. Atrás quedan los días en que empezamos a construirlo. Qué habrá sido de aquella primavera que tan impetuosa llegó al huerto para llenarlo de colores en la caprichosa, profusa y sublime manera que ella quiso. Todo fue alegría en aquellos días en los que la lluvia y las nubes dejaban algún claro al sol, insuficiente casi para llegar a secar la tierra, cubierta de tiernas hierbas de un verdor transparente recién nacido. «¡Qué bonito está el huerto!», decía la gente al pasar.
Escapar del tiempo sobreabundante
Hacía muchos años que no lo pisaba. Lo hice para escapar un poco del tiempo intranscendente propio, pero especialmente del de mi madre, que en aquellos días le sobreabundaba. A determinadas edades y en dolorosas circunstancias suele ocurrir.
Ella pasó muchos días sin mirar para el huerto. Tenía la mente en otras cosas, en el vacío que rodea a la nada. Sé que se dio cuenta de la llegada de la primavera, porque la vio posarse en el manzano, en el ciruelo, en el melocotonero, en el peral… Era imposible no verla. Llegó tan intensa, con tal fuerza que parecía que no se iría nunca o que, al menos, se quedaría con nosotros dos o tres años. Y sin embargo con la misma celeridad con la que cubrió los árboles, se fue.
Momento de la siembra
Llegó el tiempo de plantar los tomates, los pimientos, las sandias, los melones, las lechugas, las judías, las fresas, las cebollas, las zanahorias, los calabacines y las coles. Para mí fue una experiencia recodar las tareas que en mis primeros años infantiles había tenido que hacer un poco por obligación en aquel mismo rincón. Pasó tiempo. Recuerdo que a finales de mayo y junio, cuando el curso escolar estaba próximo a su conclusión, mi madre me levantaba media hora antes para que fuese a regar el huerto. No iba de buen grado, sobre todo porque era media hora menos de cama.
Un huerto terapéutico no es una obligación
Esta vez fue distinto. No había obligación, aunque si tal vez necesidad. No pensaba en el fruto, en la cosecha que pudiese dar la siembra. El fruto estaba en deshacer los nudos del tiempo sobreabundante de cuando estás en un sitio retenido por unas circunstancias que no has buscado, como el náufrago que llega a una isla desierta y tiene que esperar no sabe a quién ni hasta cuándo.
Las dimensiones del huerto terapéutico
Al principio, salía a caminar por aquellas “corredoiras” que tanto añoré en épocas; después corría –más bien trotaba- y, al final, me dije: “¡Por qué no hacer un huerto terapéutico!”. Lo sustituiría por salir a correr: cavaba y ya realizaba ejercicio, que, en cierto modo, era también terapéutico. Y allá me puse a preparar el terreno, unos 200 metros cuadrados. Si es terapéutico, tampoco debe tener unas dimensiones demasiado grandes, máxime cuando quería dedicarle solo 2 días a la semana, completos o parciales, según el momento de la temporada.
Lo cubrí en sus dos terceras partes con una red para que los pájaros no pudiesen comer la cosecha y fui sembrando, tal vez demasiado pronto, porque a los pimientos les costó mucho salir por el frío, hormigas, caracoles, insectos y roedores. De la primera siembra muy pocas matas de pimiento salieron adelante. Hubo que replantar. Las tomateras, en cambio, crecieron con más fuerza, con una fuerza incluso espectacular, aunque una plaga acabaría llevándose la mayor parte de su fruto. Los melones tampoco cuajarón, prácticamente no se conservó ninguno, y a las sandías les costó prender, pero, al final, salieron adelante con mucho brío. El fruto aún esta asomando.
Lucha entre el reino animal y el vegetal
La experiencia fue interesante. Ya no recordaba esa lucha por la supervivencia entre el reino animal y el vegetal, que se manifestaba muy cruda en aquel palmo de terreno. Especialmente beligerantes se mostraron las hormigas desplegando sus ejércitos en oleadas. El nuestro pretendía ser un huerto terapéutico, por lo que dábamos por buena cualquier legumbre que, a mayores del entretenimiento, se pudiese recoger.
Fue pasado un tiempo cuando mi madre empezó a interesarse por la marcha del huerto. Sentía curiosidad o preocupación por saber si yo lo estaría haciendo bien. Los primeros días asomaba solo para corregirme, con razón o sin ella. Siempre encontrará algo que no está del todo a su gusto. Más tarde empezó a pisar ya el recinto y a colaborar. Hasta que se metió en él a fondo.
No dedicar más tiempo del que apetezca
«Tenemos que comprar esto y lo otro», decía, cada vez con mayor frecuencia. Ella no entendía que se trababa de un huerto terapéutico, se lo planteaba como si tuviese que alimentarse todo el año de sus frutos. Tuve que recordarle que no deberíamos estar más tiempo del que nos apeteciese permanecer en él y que ese tiempo que le fuésemos a dedicar debería bastar para que el terreno permaneciese medianamente atendido. No debíamos pasar agobios. El huerto no debía obligarnos. Creo que lo entendió, aunque los huesos también se lo recordaron alguna vez.
Lo importante es que cada día va a ver cómo está la plantación, recoge una legumbre cuando lo desea y de los sembrados que se mostraron más generosos en fruto, regala también producto a algún familiar o vecino. Nos hubiese salido más barato quizás comprar las verduras en la tienda, aunque no estarían con seguridad tan sabrosas y tiernas y, además, qué habríamos hecho con el tiempo especialmente sobreabundante de mi madre. El huerto terapéutico fue una buena idea.
Despensa a mano para familias necesitadas
A mayores, un pequeño huerto familiar siempre es una despensa de la que ir sacando. Una pequeña huerta y unas gallinas ayudan a muchas familias en el mundo a mitigar un poco un hambre que de otro modo sería mortal.